Inicio | DOS ORILLAS


Tan cerca. Tan lejos.

Qué cercana Europa desde África.

Quizás porque nuestras costas destacan cotidianamente en el horizonte enfrentado nos hemos pretendido sentirnos diferentes.

Quizás fuera porque aquí repicaban las campanas y allí anunciaba las horas el almuecín.

O quizás porque allí empezaba el continente misterioso y aquí se zambullía Europa, la que quiso ser el centro del orbe.

Los dioses ayudaron a sostener el equívoco, distanciándonos un poquito. El bueno de Hércules les podía haber enmendado la plana si se hubiera entretenido en echar un pespunte que enlazara los promontorios de las dos orillas, juntando nuevamente lo que tantas veces estuvo unido. Pero el héroe tenía otros menesteres más acuciantes a los que dedicarse y no tuvo ocasión para construir el puente que enlazara los continentes que por azares de la historia geológica se habían separado hacía unos pocos millones de años.

Mediterráneo. Tanta historia arremolinada obliga a utilizar diferentes escalas para medir el tiempo y el espacio. Episodios sucedidos en días y años concretos tienen tanta relevancia como otros que se fueron fraguando a lo largo de centenares de miles de años. Las travesías de las conquistas y de los exilios marcaron la impronta de los territorios gemelos de forma parecida a como lo hiciera el entrechocar de las placas tectónicas.

Y el espacio enrevesado y revoltoso. Juguetón en las montañas; reposado en los valles, cansado de zascandilear. Frunce el ceño en las serranías y se extiende terso en las llanuras; se contrae y se expande a su antojo apuntalando fronteras o marcando el recorrido de los caminos de ida y vuelta.

Ni las gaviotas ni las golondrinas entienden las razones ni los caprichos de la historia. Están acá y allá; vuelan sin sellar el pasaporte porque poseen un visado permanente que les da derecho a mecerse gustosas con el mismo levante.

Y nosotros, hombres y mujeres del presente, cuando miramos desde cualquiera de sus orillas hacia el otro costado del mar nuestro, nos hacemos las preguntas y tenemos las inquietudes que tuvieron nuestros antepasados neandertales, fenicios, romanos o bizantinos.

El Mediterráneo se apresura en las cercanías de su finisterre occidental, ansioso por conocer el océano ilimitado. Allí donde se pone el sol se deja de ver la costa; es la señal para que las gotas de agua más aventureras enloquezcan de inmensidad tras atravesar el angosto corredor. Agua que se derramó al mar desde ríos escuetos, generosos en la crecida, que acarrean la esencia de las montañas y las vegas y que se marcha para abandonar la quietud del mar interior y la seguridad de los contornos conocidos.

Nos hemos dicho muchas veces que la cultura y la historia compartida son el vínculo que une ambas orillas. Pero nunca nos lo hemos creído del todo, porque entre tanto hemos hecho cada vez más profundo el foso afectivo que nos separa.

Es tiempo de invitar también a la naturaleza a que actúe de aglutinante de nuestras voluntades. La naturaleza silvestre y la naturaleza humanizada que cuando las contemplamos con mirada de descubridor de paisajes nos desvelan el secreto último de nuestra vecindad: no os empeñéis en apartaros más allá de esas dos orillas que casi se besan.

Porque cuando miramos los dos territorios nos percatamos de que no hay mejores metáforas de nuestra afinidad que los paisajes.

Paisajes que están cincelados sobre una geología común, que son partícipes de una vegetación similar y que han sido modificados bajo iguales criterios y necesidades.

La geología no entiende de burocracia y se repite simétricamente aquí y allá. Las sierras y serrezuelas se separan en forma de arco que tuviera su punto central en el Estrecho. Los mismos estratos y pliegues sobre calizas cenicientas; los canchales y las vertiginosas laderas de arenas dolomíticas; los peñascos y mesas de areniscas de granos apretados; las margas que dan forma a las campiñas y cubren las lomas suaves; los cerros de arcillas tintas y cárdenas. Ríos que se escapan por angostos desfiladeros; caprichosas formas sobre las calizas esculpidas por el agua y el tiempo; vallejos y navas feraces de tierra roja. Sierras que se interponen a los vientos y ordeñan su humedad. Costas espasmódicas, recortadas azarosamente, que momentáneamente descansan en primorosas calas y ensenadas.

La vegetación tampoco conoce separaciones. Palmitos y lentiscos miran al norte o al sur desde los roquedos de la costa. Al interior, irrumpe la coscoja, el algarrobo, el alcornoque y la encina. En umbrías y gargantas medra el quejigo y el melojo. En las riberas crecen sauces y álamos. Pinares de pino negral reemplazan conforme se asciende a los pinos carrascos; más arriba, son sustituidos por pinos salgareños. Y en las vertientes más húmedas aparece de forma inusitada el pinsapo, ese abeto que olvidó marchar al norte cuando los últimos fríos glaciares emigraron.

Allí donde el árbol ha desaparecido, o bajo el dosel del bosque, arbustos y matorrales coinciden: brezos, madroños, enebros, sabinas, majoletos, aladiernos, espinos, cerezos bravíos, jaras, romeros, tomillos, espliegos y lavandas, retamas, piornos... Sólo algunas singularidades ocasionales como los bosques litorales de araar o los serranos de cedros en el lado marroquí o el quejigo de la Sierra de las Nieves dan descanso a la apabullante identidad.

Necesidades humanas idénticas han sido resueltas con herramientas similares dando lugar a un territorio mellizo también en lo cultural. Y ello a pesar de que la aceleración tecnológica de las últimas cuatro décadas en la fachada europea ha tratado de enmascarar lo obvio: que nuestros paisajes son el resultado de lo que somos y hemos sido. Y tanto ir y venir en galeras y transbordadores no podía convertirnos en mundos ajenos, por más que nos empecinásemos en ello.

La cal y los bancales nos unen. Y los olivos y el trigo. Tanto como las piaras de cabras y los arbustos recomidos. O las higueras desnudas en invierno y el agua risueña en las acequias. Los pueblos que se apiñan a la vera de las fuentes y los manantiales que brotan bajo las enriscadas calizas. Y los callejones angostos, que trochan por empinadas laderas, y acaban en veredas que se alejan serpenteantes, buscando los puertos de montaña.

Estos paisajes fueron aún mucho más semejantes. En el norte, hemos sustituido los zocos por centros comerciales y la labor de yunta por la aplicación de herbicida: también en el sur el progreso avanza veloz, pero todavía crepitan las ascuas de los tiempos pasados. El aceite andaluz chorrea por caños relucientes de acero inoxidable: las máquinas centrifugadoras arrinconaron definitivamente a las ruedas de los molinos; en las aldeas marroquíes del Rif todavía giran algunas al paso de parsimoniosos burros y mulos. Asnos que han pasado a formar parte de las especies en peligro de extinción de Andalucía, mientras que las mulas han sido embellecidas para pasear por las romerías y ferias urbanas.

Es peligroso caer en el ensimismamiento al comparar ambas orillas. O en la tentación de dar consejos sobre lo que se ha de mantener y lo que se ha de cambiar y cómo hacerlo. Los paisajes no son escenas de postal ni decorados de película. Son el producto de la gente que los vive y los modifica cada día. Y por ello, se deben a sus moradores

El sur mira al norte con el deseo que alimentan las antenas parabólicas. El norte contempla al sur con miradas que mezclan la solidaridad con el recelo.

Tras la mirada queda la emoción. Las preguntas, pero también las certezas.

Visitándonos con la mirada podemos reencontrarnos con nosotros mismos. Comprendernos y comunicarnos. Podemos dialogar con nuestros antepasados y con los que morarán con nuestros descendientes. Saludar a aquellos que pudimos ser y que han continuado siendo parte de lo que fuimos. Adentrarnos en nuestra propia historia, sin saber muy bien para qué, sólo por la satisfacción de conocernos más.

Cuestionar nuestro progreso, el del norte y el del sur, redefiniendo esa prosperidad que soñamos, que identificamos con ligereza con el mero crecimiento y que tratamos de alcanzar a costa de un territorio que, afortunadamente, aún se mantiene tercamente fiel a sí mismo.

Y, ante todo, queda pensarnos juntos, porque los retos, las esperanzas y los desafíos de ambas orillas son tan idénticos como nuestras rocas, nuestros bosques y nuestro mar.

José Ramón Guzmán Álvarez
Consejero Técnico
Secretaría General de Políticas Ambientales
Consejería de Medio Ambiente